ENUNCIADO:
El primer ejercicio de curso consiste en ponerse a la zaga los maestros: no sólo seguir su estela o asimilar sus lecciones, sino volver a ser ellos mismos, figuradamente, a través de sus obras.
En términos convencionales, éste sería un ejercicio de análisis destinado a conocer y comprender una obra de arquitectura para luego aplicar los aprendizajes en un proyecto propio. Pero ¿cabe análisis sin proyecto? Quizá sí como un mero ejercicio académico, pero aquél que en alguna ocasión haya experimentado la búsqueda —no siempre paciente— que todo proyecto comporta sabrá que el único análisis fecundo es el que contribuye a un proyecto en curso. En el proyecto aprendemos lo que no sabemos al mismo tiempo que lo estamos aplicando —como consecuencia, en realidad, de esta aplicación—. ¿Por qué entonces analizar antes que proyectar? La respuesta es sencilla: porque el acto de analizar no se reduce a una tarea pasiva en la que la imaginación esté completamente ausente. Cada análisis que emprendemos encierra un proyecto implícito; o quizá muchos: todas las opciones y derivadas que dejamos al margen mientras proyectamos una mirada atenta sobre la obra.
No en vano la mera copia es también cometido del artista —del arquitecto, en nuestro caso—. “Copia, copia siempre”, recomendaba algún maestro cercano. Pero no decía toda la verdad: su intención velada era la de invitarnos a errar en la copia para producir la invención. Copiemos, pues, tras las huellas del proyecto. Sigamos sus pasos, vayamos a su encuentro.
Pero no sólo copiemos; es más: no copiemos en absoluto. Volvamos a ocupar la posición del autor —como hacen los auténticos críticos—. Transcribamos su obra, la misma obra, sin copiarla. Conozcamos sus principios y titubeos iniciales, sus condiciones de partida, sus compromisos, desvíos y contradicciones. Reproduzcamos el proceso, hagamos hipótesis sobre los pasos desconocidos, de los que ya no queda ningún rastro. Alcancemos las mismas conclusiones, lleguemos al mismo resultado, fruto de nuestra exploración, como si fuera nuevo, como si fuera propio. Seamos aquel Pierre Menard imaginado por Borges que quiso reescribir El Quijote, palabra por palabra, sin copiarlo. Seamos cómplices de su ironía: “El texto de Cervantes y el de Menard son verbalmente idénticos, pero el segundo es casi infinitamente más rico”.